Primera parte
La muerte me durmió en un bosque, matándome a los pies de un árbol en ciernes. Desde entonces, crecimos juntos: él, alimentándose de mis nutrientes y yo, formando la corteza de su tronco hasta alcanzar su copa. En la cima, fue más grato ser acariciado por la brisa y más duro el golpe de las ventiscas; esas que nunca consiguieron lo que la maquinaria humana sí: derribarnos. Fuimos talados y nos transformaron en una estantería. Coincidentemente, entre sus niveles, destacaba un libro que fue labrado también con nuestro remanente. Un libro cuyo título era Nada se pierde, todo se transforma.
Segunda parte
“¡¿Y se transforma en nada, nuevamente?!”. A alguien le irritó el nombre de nuestra obra, con tufillo a pseudociencia, a romantizar absurdos. Nos robó y arrojó al fuego. Nos transformó en humo. Una mujer nos inhaló y tosió, transformándonos en saliva, que salió proyectada a un crisantemo; mismo que arrancó un niño para llevarlo a un velorio, guardándonos en el bolsillo de la camisa del difunto, donde descansamos del viaje.
Me despertó el Sol, millones de años más tarde: el astro rey había ensanchado su cuna y dentro de su útero, después de tanto, todos nos transformamos en uno.
Inspirado por un canto enamorado, de Lichazul